Relato Corto de Warcraft: Un instante en verso - Madeleine Roux


¡Descarga en PDF!

Emanaba un frío cortante de las aguas. La superficie parecía tan lisa como el cristal, ondulada tan solo en torno a los bordes del bote. Lor’themar Theron había insistido en llegar por mar, a la antigua usanza. Quería empaparse de la experiencia: no teletransportarse al instante a las puertas de la Ciudad de Suramar, sino verla en todo su esplendor. Y allí estaba: las cúpulas resplandecientes se revelaron poco a poco sobre el horizonte del sereno lago azul mientras las altas torres cristalinas se alzaban como montañas esculpidas por dioses antiguos. «Dioses con delicadeza y una grácil

sensibilidad», pensó, pues, pese a que la Ciudad de Suramar llevaba más de diez mil años en pie, tenía un aspecto tan frágil que parecía que fuera a desmoronarse al menor temblor.

Pasaron flotando por el imponente centro neurálgico del Puerto de los Astravar hacia Desembarco Luz de Luna, donde unos exuberantes helechos púrpura se desplegaban como estandartes de bienvenida, mientras unas flores violetas se mecían bajo un entramado de ramas con brotes de color zafiro. La embarcación se adentró en la sombra que proyectaba el Bastión Nocturno, rumbo a los muelles vacíos bajo el embarcadero.

La primera arcanista Thalyssra lo había invitado hacía tantísimo tiempo que simplemente se le habían acabado las excusas para postergar la visita. No es que no le apeteciese asistir, sino que era una persona muy solicitada. Como líder de los sin’dorei y miembro del recién formado consejo de la Horda, repartía su tiempo entre los asuntos de la Ciudad de Lunargenta y las apremiantes peticiones de Orgrimmar. Lor’themar se sentía dividido en dos mitades, ninguna de las cuales le parecía suya. Aquella visita —aquel lujo— no tenía relación con ninguna de ellas, sino que flotaba en algún punto intermedio, en el recoveco de su corazón donde se marchitaban todos sus intereses personales, prácticamente olvidados. A veces se permitía una apacible tarde de lectura, momentos que le brindaban un breve pero preciado descanso. Solía acabar abandonando los libros por su diario cada vez que le venían a la cabeza versos y arrebatos poéticos, la mayoría con un mismo tema central recurrente: su lirio nocturno, de una belleza inconmensurable.

De repente, le pareció ridículo estar navegando en aquel pequeño bote dirigido por un único remero Nocheterna hacia los pies de la gran ciudad: aquel no era su lugar. Aquel tiempo no era suyo, sino de su pueblo y de la Horda.

Volvió la vista hacia el camino por el que habían venido. La niebla había estrechado el cerco para atraparlo, como diciendo: «Demasiado tarde: tu camino ya está decidido». El remero le lanzó una mirada intrigada, pero Lor’themar no abrió la boca y se limitó a mirar, más allá del cabello níveo del elfo, a los pintorescos faroles argentados que alumbraban los muelles. Aunque no le esperaba la batalla, en su pecho palpitaba una tensión familiar: sabía perfectamente que la expectación y el temor eran primos hermanos, a veces imposibles de diferenciar. Como esa complicada dualidad, llevaba consigo tan solo dos cosas: la espada en el cinto, ceñida al costado izquierdo, y un pequeño diario de piel desgastado en la mano derecha. Aquella embriagadora mezcla de expectación y temor le había empapado las manos de sudor, por lo que su nerviosismo había humedecido las páginas bajo el cuero.

Se estremeció. Se cubrió los hombros con su gruesa capa carmesí con soles dorados bordados y observó cómo su aliento recorría el trecho entre la proa y el embarcadero. El bote aminoró su avance y pasó lentamente junto a un par de elegantes grullas que ni se inmutaron, impasibles ante el frío y la intromisión.

—Agárrate bien —le advirtió el remero antes de que el bote atracase en el muelle.

El Nocheterna se asió al poste más cercano para que la embarcación no se moviese mientras Lor’themar desembarcaba.

—Gracias por traerme —dijo Lor’themar.

El remero asintió con una sonrisa y luego se dio impulso para volver a las perfectas aguas cubiertas de polen de lirio.

—Al fin llegas.

Lor’themar se dio la vuelta, sorprendido. La primera arcanista Thalyssra no había enviado a un paje a recibirlo, sino que se había acercado ella misma. Lo contemplaba desde las escaleras que

llevaban hacia Desembarco Luz de Luna. Estaba inmóvil, impecable en color lavanda, como los pájaros que se bañaban con placidez detrás de ella, y su voz se transmitía con claridad por encima del agua.

Hizo una leve reverencia ante ella y luego recorrió a grandes zancadas el trecho que separaba el final del muelle y las imponentes escaleras que llevaban hasta el Mercado Engalanado, cuyo bullicio ya menguaba ante la inminencia de la noche. La tensión de su pecho no solo no se había desvanecido, sino que se multiplicó conforme se acercaba a ella.

Thalyssra sonrió mientras sacaba una mano fina y púrpura del interior de su capa grabada con runas. Ya no estaba pertrechada con los solemnes ropajes de guerra: se había resguardado del fresco con un terciopelo tan suave como suntuoso —imbuido sin duda de un hechizo que la protegía del frío— y llevaba una sencilla diadema de cristal sobre la corona de trenzas blancas y plateadas.

Al estrecharle la mano, Lor’themar la sintió fría y seca al tacto, mientras el sutil movimiento del manto de la arcanista levantaba un atisbo de su perfume de lila para atormentarlo.

—No doy crédito —comentó ella con una risita al ver que Lor’themar acogía su mano entre las suyas con delicadeza y la tomaba del brazo. Se dieron la vuelta hacia la ciudad y comenzaron el ascenso—. Ojalá me hubieses concedido más tiempo para prepararme, Señor regente. He tenido que hacer volver a seis contrariados poetas de sus expediciones. Han estado horas sermoneándome. Por suerte, no en verso.

—Discúlpame —contestó él con su grave voz de barítono—. Como podrás imaginar, no ha sido fácil eludir mis responsabilidades en Lunargenta, especialmente por asuntos de una naturaleza tan... personal.

Thalyssra desechó sus disculpas con un ademán. Ahí estaban otra vez esas lilas. Iba a acabar mareado.

—No te disculpes, por favor. Tampoco les viene mal un poco de conflicto. De algo tienen que escribir sus poemas. ¿Cómo está Quel’Thalas? Cuando cierro los ojos, todavía veo los senderos serpenteantes a través del bosque grana y dorado, con las hojas arremolinándose entre mis pies, empujadas por la brisa de un incendio forestal...

—Pronto empezamos con la poesía, mi señora. Me parece que no estoy preparado para la competición —dijo Lor’themar con una risita. Aun así, agradecía cada una de sus palabras. Sentía una punzada solo de pensar en la Ciudad de Lunargenta y sus capiteles áureos—. Mi ausencia se notará y será motivo de enojo, estoy seguro, pero, cuando me fui, no había ningún incendio que apagar.

No era del todo cierto. Su viaje a Suramar había despertado un curioso interés tanto en Halduron Alasol como en Rommath. Incluso era posible que Rommath hubiese pronunciado las palabras «Vete, bufón enamoriscado, o te estrangularé yo mismo» antes de su partida.

Subieron los escalones uno a uno, y el aire fresco del puerto fue quedando atrás a medida que ascendían. El trayecto hasta la ciudad, jalonado por unas verjas de color perla, desembocaba entre unos mercados cada vez más vacíos, pero aún patrullados por Nocheterna bien armados y protegidos.

—¿Enojo? Tonterías. —Thalyssra le dio un empujoncito y Lor’themar apretó con más fuerza su diario—. ¡Si solo vas a quedarte dos días!

—Un lujo insólito para mí. Ya solo las demandas de Orgrimmar son...

—Lor’themar... —La arcanista le pellizcó el brazo a través de la capa y Lor’themar creyó sentir la tensión que lo agarrotaba de pies a cabeza—. No quiero que esto siga así.

La Nocheterna se detuvo y dio un paso atrás, sin dejar de mirarlo a la cara. Los ojos diamantinos de la arcanista brillaban en la postrera penumbra del crepúsculo y eran aún más llamativos en la oscuridad. A Lor’themar, que temía que se avecinase un sermón, le costó aguantar su mirada. Sin embargo, ella lo tomó con suavidad de la mano y no permitió que apartase la vista de ella.

—Olvídate de tus preocupaciones, aunque sea solo durante estos dos días. Esto... esto no es más que un instante, un instante en la eternidad. Que las penas y los problemas que te nublan la mente sean como piedras que arrojas al agua. Ya las recuperarás a tu regreso, pero, durante estos días, déjalas enterradas en la arena, ¿de acuerdo?

Lor’themar sonrió. Ya solo las palabras pronunciadas con su dulce y sosegada voz eran como un hechizo que disipaba temporalmente las preocupaciones que revoloteaban en su cabeza.

El maldito dolor del pecho no remitió, pero sabía que no lo haría hasta que volviese a perderla de vista.

—Muy bien —contestó—. Que este sea nuestro instante en la eternidad.

—Te tomo la palabra —le advirtió Thalyssra mientras inclinaba ligeramente la cabeza.

—Pues que sea una promesa, mi señora. Una promesa que no romperé.

—Maravilloso. —Volvió a entrelazar su brazo con el de él antes de reemprender la marcha a través del mercado—. Porque me gustaría que estuvieses con la mente y el ánimo en condiciones para nuestra competición. Te voy a machacar igualmente, claro, pero prefiero que sea en circunstancias justas.

Lor’themar sonrió con autosuficiencia.

—A mi señora no le falta confianza en su elevadísima atalaya. Más duro será pues cuando pierda la batalla.

—¡Ya estás rimando! —bromeó ella entre risas—. Pésimamente, por cierto. Qué fácil va a ser esto, Señor regente. Lástima que hayas viajado tan lejos para caer sin apenas esfuerzo.

—Entonces, has hecho volver a esos poetas de sus expediciones para nada —dijo Lor’themar encogiéndose de hombros.

—Ah, para nada no —repuso ella mientras pasaban junto a unos braseros cuyas llamas púrpura los iluminaron a ambos—. Para nada no, Lor’themar. Para este instante. Para nosotros.

Un público modesto pero entusiasta los aguardaba en la Corte de la Medianoche. Thalyssra no había exagerado: media docena de rostros arrugados observaban en silencio sepulcral, con una mueca de crítica anticipada en los labios. Eran los poetas, concluyó Lor’themar, aunque entre ellos había algunas caras más amistosas, todas shal’dorei. Algunas de ellas ya estaban sonrojadas por el vino de arco que servían generosamente unos pajes que rondaban por allí. Lo que había comenzado como una apuesta personal entre ellos dos en Nazjatar se había tornado, al parecer, en una competición de pleno derecho. Lor’themar se lo tomó como un cumplido: Thalyssra debía de respetar su talento, porque, de lo contrario, el resultado sería mediocre como espectáculo público.

—Entiendo que hemos de comenzar, entonces —murmuró él—. Sin cortesías.

—Ya te agasajaremos con vino y viandas una vez concluido el certamen. No solemos disfrutar de la ocasión de entretener a líderes extranjeros —explicó Thalyssra mientras lo guiaba hacia la congregación—, así que espero que comprendas su entusiasmo. Este tipo de eventos son estimulantes, pues le confieren legitimidad a nuestra recién liberada ciudad. Estoy convencida de que los festejos de esta noche acabarán siendo objeto de versos y canciones, y no se olvidarán en mucho tiempo.

—Entonces, me esforzaré por no decepcionar —respondió Lor’themar.

Lo dijo en broma, pero por dentro estaba temblando. La amistosa competición de poesía entre él y la primera arcanista le parecía algo privado, una broma interna, una prueba de que sus lazos se estaban estrechando... No esperaba que, de repente, hubiese un público, y menos uno como aquel que, en el mejor de los casos, estaba medio receptivo.

—No, no. No dejemos que se convierta en algo demasiado serio para nosotros, querido Lor’themar —replicó ella antes de quitarle dos copas de vino de arco a un sirviente que pasaba a su lado. Con una amplia sonrisa, le ofreció una de ellas.

Lor’themar sorbió con cautela, consciente de lo fuerte que era el vino. La primera sensación fue tan eléctrica como la luz que centelleaba en los ojos de la primera arcanista.

—Hace unos instantes transpirabas bravuconería, mi señora —le recordó Lor’themar. Los asistentes tomaron asiento e intercambiaron frívolos comentarios en voz baja mientras Thalyssra y él permanecían quietos frente a ellos—. ¿Te estás arrepintiendo?

—Jamás —respondió ella antes de chocar con cuidado su vaso contra el suyo—, pero creo que es mejor perder con dignidad. De hecho, estoy ansiosa por ver cómo lo llevas tú.

Lor’themar ahogó una respuesta cortante dando otro sorbo a la copa. Un sirviente salió de entre las sombras de la corte con un podio de madera a cuestas. Las sillas estaban distribuidas bajo un pabellón abovedado con un techo de color ciruela negra y una estatua grande y esbelta detrás del

público. Los suaves murmullos del agua de la Bahía de Suramar que llegaban hasta la corte se unían al sonido de un arpa y una voz cantante que bajaba flotando desde una de las numerosas torres. Desde su posición elevada, Lor’themar podía volver la mirada hacia el mercado y contemplar hileras de cúpulas como la que los cobijaba, todas resplandecientes en tonos magenta, como gotas de vino perfectas derramadas sobre un bloque de mármol.

Una vez colocado el podio, Thalyssra se reunió allí con él y ambos se volvieron hacia el público. O el jurado, más bien.

Lor’themar se removió en el sitio, inquieto, más acostumbrado a dar discursos alentadores antes de una batalla que a someter su poesía al examen de unos desconocidos.

—Queridos poetas y habitantes de Suramar: os doy la bienvenida a esta velada —anunció Thalyssra con la copa en alto. Otras copas hicieron lo propio a modo de respuesta—. ¡Esta noche disfrutamos de la presencia de un invitado especial! Un forestal, un líder, un sin’dorei de infinito coraje y compromiso con su pueblo. No obstante, en el pecho de este guerrero late el corazón de un trovador que nos acompaña hoy para compartir los gustos y las pasiones de la remota Quel’Thalas. Confío en que lo recibiréis con gentileza y le prestaréis vuestra atención mientras nos agasaja. Puesto que es el invitado, le corresponde el honor de hablar en primer lugar.

Lor’themar sintió que le temblaba el ojo bueno, pero esbozó una sonrisa forzada e hizo una reverencia mientras los shal’dorei allí reunidos aplaudían con educación, muchos de ellos contra sus muñecas. Parecía inspirarles un profundo interés, a juzgar por el detenimiento con el que estudiaban a aquel sin’dorei desconocido que su líder había invitado a Suramar a bombo y platillo.

—Es un enorme placer estar en esta ciudad de antigua magia y tradición, honrada con la presencia de respetables artistas y pensadores —proclamó Lor’themar después de que Thalyssra se fundiese con las sombras del pabellón. Pese a que estaba en penumbra, solo la veía a ella—. Solo lamento haber esperado tanto tiempo para aceptar la amable invitación de la primera arcanista —concluyó.

Se aclaró la garganta y sacó el pequeño diario de entre los amplios pliegues de su capa.

Durante el trayecto en bote, había tenido tiempo más que suficiente para sopesar su elección. Una sobria pieza con tintes políticos parecía idónea, habida cuenta del público presente. Dudaba que los venerables poetas ancianos de Suramar estuviesen interesados en las composiciones más personales y

sentimentales que había escrito últimamente, cuando la imagen de la bella primera arcanista se colaba entre sus pensamientos sin previo aviso.

—Un poema según la tradición de Lunargenta —anunció entre murmullos de interés—. Se trata de un soneto que he titulado «La víbora».

Tras posar la palma de la mano sobre el diario para mantenerlo liso y legible, echó un último vistazo a Thalyssra, que lo animó con una sutil inclinación de la cabeza. Se ajustó la capa, respiró profundamente y comenzó.

—Es la víbora veneno sutil, inocuos dientes de decoración, regios colores y, aun así, reptil

que acecha en sombras con vil inyección. La presa espera en profunda aflicción,

en cuerpo y en alma agonizantes:

llega el veneno de la compunción. Mas no es su robo harto alarmante, sino al endeble, al irrelevante.

Débil instante, el fin del audaz. Flecha imposible, cruel y fulminante, de oro y carmín cual sierpe voraz.

Ojo con ella, la víbora amable,

no sea que muerda, ruin, miserable.

—Gracias —dijo Lor’themar para concluir, ante el creciente aplauso de los poetas y nobles sentados frente a él.

Thalyssra emergió del pórtico oscuro golpeteándose la muñeca con los dedos como muestra de aprecio. El recibimiento fue modesto, pero Lor’themar no estaba acostumbrado a compartir sus poemas en público, así que se alegró de recibir aquella cortesía en lugar de un silencio aturdido y estupefacto.

—Maravilloso —le dijo Thalyssra cuando se cruzaron, él para salir del podio y ella de camino allí—. Yo recitaré de manera improvisada, como hemos hecho aquí en la Corte de la Medianoche

desde hace milenios, como muchos han hecho antes de mí y otros tantos harán después, llevados al verso por el espíritu del instante.

«El instante». Lor’themar se apoyó en la columna más cercana para contemplar con deleite cómo la luz púrpura de los braseros bañaba a Thalyssra mientras sus palabras suscitaban una reacción similar entre el público. El instante. Su instante en la eternidad. Le impresionaba que hubiese optado por improvisar, pero, claro, ya sabía que era una mujer extraordinaria.

Thalyssra alzó su agudo y delicado mentón hacia el cielo y extendió los brazos a los lados, como si pretendiese recibir el abrazo de la noche y de la inminente luz estelar. De repente, Lor’themar se dio cuenta de que se había inclinado hacia delante, al igual que todos los demás poetas y espectadores, atraído hacia ella. Cautivados.

—La noche entera nos ve, míseros, bellos,

bajo esos ojos impasibles e inefables, bailamos, bebemos,

les damos cuerpo a los cielos vigilantes. Nos transformamos en pies y manos.

Nos transformamos.

Aquí estoy: toma mis dedos y agarra la copa, toma mis labios e inhala el primer aliento, toma mis pies y aprende a girar y caer...

Si tropiezas, yo te atraparé; si ríes, contigo reiré

hasta que nuestros ojos fulgentes sean luceros y nos veamos el uno al otro: un cosmos,

un corazón.

Al terminar, se hizo un silencio que Lor’themar sintió estimulante por su plenitud, como si tanto él como el resto de los presentes viesen con los mismos ojos y respirasen con los mismos

pulmones, como el poema les había apremiado a hacer. Del mismo modo, prorrumpieron en aplausos al unísono. Lor’themar ya estaba en pie, pero el público lo acompañó de un brinco. Personalmente, no le preocupaba la calidad de la poesía, sino la profundidad del sentimiento que había en la recitación. No le sorprendió la magnitud de su arte. La primera arcanista era como una luz brillante en los días

malos y una llama incandescente en los buenos. Sin embargo, allí, bañada de luz astral y absorta en un trance poético, eclipsaba a la mismísima Dama Blanca.

—¡Magnífico! —exclamó un poeta sentado a su derecha, arrebatándole la palabra que tenía en la mente.

El cabello plateado del poeta, que llevaba una gran amatista reluciente al cuello, caía como una perfecta sábana por su espalda. Con un leve frufrú de la túnica, se unió a la primera arcanista en el podio e hizo una amplia reverencia con los brazos extendidos.

—Sois todos muy amables —murmuró ella mientras se llevaba al cuello las yemas de los dedos de la mano derecha.

—Mi ayudante, Glandren, ha tomado nota de todo. —El poeta le hizo un gesto al aludido para que se acercase, y un joven Nocheterna se apresuró sumisamente hasta el podio—. ¡Ah! Aquí está Glandren. No quería dejar pasar ni una sola entonación, primera arcanista. Tengo multitud de dudas sobre tu obra, ¡como todo el mundo, estoy seguro! Evidentemente, antes es menester aprovisionarse de vino, pero más tarde podemos iniciar nuestro debate...

Lor’themar reprimió un quejido.

—Creo que no —contestó Thalyssra con amabilidad mientras posaba la mano sobre el antebrazo del poeta—. ¿Por qué no hacemos antes una pausa para tomar un refrigerio, Rerdyn? Nuestro invitado debe de estar famélico. Podrás hacerle tantas preguntas como desees una vez que haya comido y se encuentre más a gusto.

—Pu-pues claro. —Rerdyn repitió la reverencia y agarró a Glandren de la manga para llevárselo de nuevo hacia las sillas—. Como ordenes, primera arcanista.

Pero, al mismo tiempo, le lanzó una mirada fría a Lor’themar, como si fuese el único responsable de aquella falta de decoro. Este no le dio mucha importancia, pues lo cierto es que preferiría hablar de poesía con la primera arcanista en privado. Las opiniones de unos vejestorios no le importaban, pero la de ella sí, y mucho.

—Pues está decidido. Volveremos a reunirnos en dos horas, si os parece bien —anunció Thalyssra al público.

Más de uno quedó cabizbajo ante la perspectiva de tener que esperar tanto tiempo, pero ella, haciendo caso omiso de sus expresiones de amargura, tomó a Lor’themar del brazo y se lo llevó. Tan solo los siguió, a una distancia prudente, el paje que ofrecía el vino.

—Me has leído la mente —dijo Lor’themar con una risilla mientras se alejaban de la corte bordeando una de las redondas torres por una ruta que llevaba hasta unas escaleras angostas—. Una intervención muy oportuna.

—No tienen mala intención —repuso ella con un suspiro—. Valoro sus opiniones, porque son algunas de nuestras mentes artísticas más brillantes, pero Rerdyn en concreto es... Bueno, tiende a divagar. Sus discursos me resultan mucho más tolerables después de una buena cena.

Al final de la sinuosa escalinata había una pequeña terraza. Allí se encontraron con una mesa redonda y dos sillas, además de un plato ligero conformado por peras nocturnas pochadas y huevos de zarapito escabechados para abrir el apetito. El paje esperó a que Lor’themar le ofreciese asiento a la primera arcanista para rellenar sus copas con diligencia y acto seguido desaparecer por las escaleras.

Durante un instante, Lor’themar se limitó a permanecer sentado en silencio, disfrutando de la bebida y de las vistas del puerto, mientras la persona que antes tocaba el arpa en las alturas retomaba su canción. Al cerrar los ojos, lo invadió una sensación de paz y calidez, pero tal fue la impresión

que le causó que los reabrió de inmediato. Casi había perdido ese cosquilleo de tensión ansiosa que siempre le enderezaba la espalda, pero no, ahí estaba, tan familiar como un viejo amigo insolente.

—¿Te ocurre algo, Lor’themar? —preguntó ella mientras lo miraba con ojos relucientes por encima del borde de su copa.

—Intento no olvidar tus órdenes, primera arcanista —contestó Lor’themar—. La realidad se ha entrometido por un instante, pero la ahuyentaré.

Thalyssra soltó una buena carcajada.

—Que así sea. Y no olvides tampoco prescindir de formalidades innecesarias, Lor’themar.

Llámame Thalyssra. Y ahora, antes de que los poetas se entretengan interrogándote, me gustaría ser la primera.

—Estoy a tu merced.

Los ojos de Thalyssra centellearon al oír aquello.

—Ese poema... ¿Me equivoco al pensar que trata de los fracasos de Kael’thas Caminante del

Sol?

—No te equivocas —reconoció Lor’themar antes de probar un poco de la delicada pera

pochada en vino.

Cambió de posición, inquieto, en la silla. ¿No se suponía que iba a ser una velada alegre?

Ahora se le estaba empezando a agriar el ánimo.

—Lo que quiere decir que tienes la cabeza en el pasado...

—Últimamente ocupa muchos de mis pensamientos —reconoció Lor’themar—. Como la traición que sufrió nuestro pueblo en nuestro momento de debilidad. Y no solo el pueblo, también yo... Había depositado mi confianza en él. Lo seguí y lo creí, maldita sea, y habría dejado que nuestro pueblo sucumbiese a la energía vil si me lo hubiese pedido.

Thalyssra exhaló un leve suspiro de comprensión.

—Las heridas así tardan en cicatrizar.

—Y una herida envenenada necesita aún más tiempo —continuó Lor’themar—. Además, vuelve a abrirse en tiempos inciertos, como si nunca se hubiera cerrado. ¿Cómo no iba a recuperar esos recuerdos? Me cuesta no reconocer las similitudes. Los ejércitos de la Horda están mermados; la tesorería, vacía, y nuestros recursos están estirados al máximo. Un golpe ahora sería... Bueno, estoy seguro de que te resultará sencillo imaginar las consecuencias. —Se pellizcó el caballete de la nariz y negó con la cabeza—. Ya está. He vuelto a la cruda realidad.

La sonrisa de Thalyssra se atenuó, pero sin desaparecer por completo. Tras subirse la manga aterciopelada, extendió la mano por la mesa hasta la de él. Lor’themar contempló sus finos dedos durante un instante antes de apretar la palma contra la suya y descubrió que, al hacerlo, aquellos pensamientos sombríos se dispersaban, como si su contacto fuese una fuente de luz que desterraba las sombras.

—Esperaba que mi poema despertase algo en ti, pero creo que no te has percatado de su intención en absoluto. Qué lástima. Tendré que pedirle a Rerdyn que queme todas sus copias.

—¿Qué? No lo hagas. Al menos, no por un error mío...

—No has cometido ningún error —dijo ella rápidamente, apretándole la mano—. Por favor, no estés tan alicaído.

Lor’themar frunció el ceño, perplejo.

—No, no. Estoy bien. Un poco confundido, quizá, pero bien.

—Bien —repuso ella mientras se estremecía.

Retiró la mano, privando a Lor’themar de su calor reconfortante. Se recostó en su silla y, echando hacia atrás la cabeza, expuso la hermosa arquitectura de su cuello, donde sus pálidos tatuajes se encendieron con más intensidad cuando cerró los ojos y respiró profundamente.

—No has cometido ningún error, Lor’themar. Esta noche os he abierto mi corazón a todos para mostrar los preciados momentos de alegría fugaz de los que podemos disfrutar. La guerra

ha llegado y volverá a llegar. Sí, es cierto que son tiempos inciertos, pero soy lo bastante mayor como para haber visto a mi pueblo levantarse, caer y volver a ponerse en pie, y hasta yo misma me

he marchitado como un árbol invernal antes de volver a brotar. En todo ese tiempo y ese caos, he conocido la pena y la euforia, pero nunca he estado bien. Me he entregado por completo al dolor y al placer.

Lor’themar tomó un sorbo de vino, pero no lo atontó como esperaba. Había ocurrido lo que Thalyssra pretendía: sus palabras habían despertado algo en su interior.

—Supongo que «bien» es una palabra algo mezquina. No es una palabra para la poesía...

—Ni para la vida —concluyó ella. Volvió a inclinarse hacia delante y asintió con una sonrisa—. Querido Lor’themar, te he visto llevar la pesada carga de tu pueblo y he visto cómo te hundía hasta quedar casi enterrado en el suelo. Los fallos de tu príncipe no son tuyos. No los sientas como tales.

Lor’themar la miró fijamente, helado, como si estuviese desnudo. Tras las murallas de Lunargenta se sentía en casa y a salvo, pero también invisible, como si la ciudad pudiese tragárselo y ocultarlo a los ojos de los necrófagos que lo perseguían dentro y fuera de sus sueños. Sin embargo, allí no había murallas que lo protegiesen, que lo ocultasen.

—No es tan sencillo desprenderse de las traiciones que hemos sufrido mi pueblo y yo. —«Que yo he sufrido», pensó—. Hace falta tiempo. Muchísimo tiempo.

Thalyssra enarcó ligeramente las cejas.

—¿Cuánto?

—La recuperación y el perdón no son cosas que se puedan acelerar.

Al ver que la arcanista volvía a buscar su mano, Lor’themar estuvo a punto de no aceptarla, pero habría sido un gesto innoble, y lo cierto es que extrañaba su tacto. Cerró los ojos mientras se entrelazaban sus dedos.

—No dejas de hablar de heridas. ¿Te estás curando? ¿O abres cada día esas heridas emponzoñadas porque te resultan familiares? ¿Porque, aunque no sean cómodas, son tuyas? —preguntó ella con dulzura.

Lor’themar se encogió. Ella le acarició una y otra vez el dorso de la mano con el pulgar, como si estuviera tratando de dejar una marca en una piedra de los deseos. Lor’themar recordaba con claridad el instante de la traición del príncipe. En un fugaz parpadeo, volvió a ver la marcha de los no-muertos contra su pueblo, volvió a oír los maliciosos chismorreos de quienes siempre habían

dudado de Kael’thas y de quienes ridiculizaban la lealtad de Lor’themar. Casi todas las noches vivía un tormento en el que las terroríficas visiones del Vacío contaminaban La Fuente del Sol por su culpa, por haber permitido que Alleria Brisaveloz llegase hasta allí.

Sin embargo, sabía que la mujer que le apretaba la mano había pasado por las mismas penurias que él, si no más, y que, pese a todo, siempre tenía una sonrisa en los labios. Y allí estaba ella, ofreciéndole consejos sobre algo que él dudaba incluso merecer.

—Esas heridas son familiares, sí, y son mías —reconoció—. Me quedan pocas cosas que sean mías. Si me las quitas, ¿qué tengo? Nada.

—Nada no, Lor’themar —murmuró Thalyssra—. Abre los ojos y dime qué ves.

Ya tenía los ojos abiertos, pero quizá no del modo que ella quería. Así que volvió a observar con más detenimiento a la mujer que tenía delante, radiante y paciente, y se preguntó si algún día volvería a sentirse «bien» de verdad.

—Lo hemos eludido durante mucho tiempo —concluyó con una risa seca—. No lo sabía...

—Sí lo sabías. Lo sabes.

De pronto, Lor’themar sintió una vergüenza tan intensa que estuvo a punto de bajar la vista.

No obstante, ella lo miraba con decisión, así que se obligó a hacer lo propio.

El afecto fue instantáneo.

Se puso en pie, sin soltar la mano de Thalyssra y decidido a tener más que sus problemas, penas y recuerdos, a hacer lo que ella había hecho: sumergirse en el dolor o, con más inmediatez, en el placer.

El mensajero escogió ese instante para aparecer. Tras subir las escaleras como una exhalación, se detuvo a poco más de un metro de Lor’themar. Era un joven y lozano shal’dorei, sin aliento y sudoroso, ataviado con el uniforme de Suramar. Un paso o dos por detrás de él, reapareció también el camarero, balbuceando una retahíla de disculpas por la intromisión.

—T-traigo un mensaje, Señor regente. Me temo que es acuciante. Te necesitan enseguida en Orgrimmar.

En ese momento, por fin, pareció percatarse de lo que estaba pasando en la terraza y sus ojos pálidos pasaron de Lor’themar a Thalyssra antes de llegar a sus manos entrelazadas. Tragó saliva de forma audible.

—Me... marcho.

—Mejor —dijo Lor’themar, y suspiró—. Regresaré de inmediato. —Hizo una pausa y miró a la primera arcanista antes de corregirse—. Regresaré en cuanto pueda.

—Por supuesto, Señor regente —respondió el mensajero—. Lamento la intrusión, Señor regente. Mis disculpas, Señor...

—Por la gracia de La Fuente del Sol, ¡márchate!

Thalyssra no pudo contener una carcajada ante tal arrebato y se puso en pie para acercarse a él mientras el camarero se llevaba de un tirón al muchacho sin dejar más que una gota de sudor en el suelo.

—Bueno —dijo Lor’themar sacudiendo la cabeza con una risita de exasperación—, ¿por dónde íbamos?

—No te robaré mucho tiempo —contestó ella mientras se acurrucaba en el acogedor recodo de su brazo izquierdo. La mano que tenía libre fue a parar a su pecho y Lor’themar notó que su corazón se henchía en su interior como para salir a su encuentro—. A no ser que esto haya sido una astuta estratagema para huir de los poetas y que ese mensajero formase parte del plan...

—¿Y abandonarte antes de tiempo? —Bajó el mentón—. Solo la insinuación hiere mis sentimientos, primera arcanista, pero ya no estamos hablando de heridas.

—¿Y de qué, entonces? —respondió ella, tan pegada a Lor’themar que su cálido aliento le acarició la barbilla.

El elfo respiró profundamente para tranquilizarse.

—De lo que sabemos.

—Cierto —susurró ella.

Las sedosas plumas blancas que eran sus pestañas descendieron un momento, antes de que levantase la mirada para encontrarse con la suya, y Lor’themar se preguntó por qué se había privado de aquello durante tanto tiempo.

Por una vez, Thalyssra parecía haberse quedado sin palabras, sin insinuaciones, provocaciones ni insistencias, así que Lor’themar recibió de buen gusto el silencio. Pensó en el poema de Thalyssra y en las palabras que no abandonaban su cabeza, pese a que ella había querido que solo durasen un instante.

«Aquí estoy: toma mis dedos y agarra la copa, toma mis labios e inhala el primer aliento».

«Toma mis labios». De pronto, comprendió que quizá él fuese el único destinatario del poema. Si era así, constituía una invitación a la que estaba a punto de responder gustosamente. Sus labios no tuvieron que desplazarse mucho, pero incluso aquella corta distancia lo dejó sin aliento por el deseo. Las dudas se abatieron sobre él por centenares, pero las desechó: quizá vendrían después el dolor, el rechazo y las dificultades, pero, en aquel instante, su instante, ella lo deseaba y eso era suficiente para él.

Dejó de resistirse a la urgencia de estar cerca de ella, a lo que estaba por llegar: a la leve pausa en su aliento por la expectación, a la breve disputa de quién debía inclinar la cabeza hacia qué lado. Sus labios tocaron los de ella, donde aún había vino y poesía, y sintió, sin duda, que aquel era su lugar. Los dedos de Thalyssra lo acariciaron, sostuvieron su barbilla, y toda Suramar guardó silencio y se detuvo para ellos, para regalarles su instante.

Lor’themar se aferró a él. El mundo más allá de los confines de aquel beso podía esperar.

Fin.

Fuente: BLIZZ

Back to top